Había una vez, una princesa que se salvó sola

Ella se levanta temprano como todos los días, más bien madruga. Está acostumbrada a que cada día su reloj biológico sea su principal alarma. No necesita otra cosa, sabe que nunca le fallaría y no me pregunten, no sé por qué extraña razón se siente tan segura de ello.

Se mueve un poco sobre la cama pero bastan tan solo cinco segundos para poner sus pies desnudos en el suelo. Parece como si la frialdad del piso del cuarto, le hiciera aterrizar de sus sueños.

En lo que canta un gallo ya se aseó, tendió la cama. Agarra su pelo largo, canoso, desrizado desde hace más de 4 meses y lo hace una cebolla tan perfecta en tan poco tiempo que me quedo mirándola y preguntándome ¿cómo es que lo hace? Pero esto no es lo que más admiro de ella, es todo a la vez: su despreocupación por vestir de un modo u otro, ella vive feliz vistiendo como le da su gana; su capacidad para retener en la memoria cada detalle, cada mínima acción; su sapiencia y su don de acertar casi siempre en todo; su transparencia; su luz.

Ella era una mujer fugaz. Mientras, yo todavía andaba dando vueltas del cuarto al baño, de ahí a la cocina y luego de vuelta frente al espejo porque esa blusa que pensé del día antes, no me convencía del todo, tenía que decidirme por otra y pronto, porque no podía correr el riesgo de perder el bus del trabajo.

De repente mi pelo desrizado tampoco me gustó como había quedado, demasiado peinado para mi gusto. De chiquita siempre me preguntaba si era posible mantener un peinado para todo la vida, sin volver a tocarlo y dejarlo intacto de una vez y por todas. Pero claro, esta ilusión infantil se desmoronó a medida que fui creciendo y se fue complicando también con toda la cantidad de tratamientos químicos para el pelo a los que terminaría haciéndome dependiente. Actualmente todavía pienso en el día en que lo dejaré para no volver jamás atrás, mientras tanto, la dependencia sigue siendo mi peor compañía.

Debía apresurarme, me daba dolor de cabeza nada más pensar en que, debido a mi retraso, podría volver a irme en la puerta del bus, después de estar una hora o más esperándolo y, desde luego, invocar a los dioses no resolvería el problema.

Desde arriba ya podía escuchar el sonido de una televisión encendida y la voz firme del periodista que presenta la Revista de la mañana «Buenos días». Desde arriba también podía sentir el aroma del café y el leve ruido de la cafetera al colar. Era como si por arte de magia la cafeína hiciera su efecto. Yo me apresuraba por terminar, mis minutos estaban contados, tenía que bajar de inmediato a desayunar.

Descendía las escaleras en lo que sentía el mecer de su sillón, era inconfundible ese sonido. Ella perdía siempre la concentración cada vez que yo bajaba. Era como si verme la hiciera salir de su mundo para, entre otras cosas, reprenderme porque como siempre, ya se me hacía tarde. El café estaba listo y servido, yo agarraba cualquier cosa del refrigerador, la mañana nunca me ha despertado mucha hambre, a ella tampoco. Le era suficiente el vasito de cristal especialmente destinado para su café solo y su vaso de café con leche.

Yo la miraba. Ella me miraba y con la mirada sabía perfectamente lo que estaba pensando: «siempre estás en lo mismo vieja, llegando tarde todo el tiempo». Nuestras mentes se comunicaban con una facilidad única en la que el resultado devenía inevitablemente en una sonrisa de mi parte y un «estate tranquila que todavía tengo tiempo». Ella me reviraba los ojos como niña chiquita, no se lo creía, nunca se lo creía. La mayor parte de las veces tenía razón en no hacerlo.

Tengo que reconocer que casi siempre acertaba. Como cuando me decía que debía estudiar más, que las niñas debían esforzarse el doble por ser alguien en la vida y nosotras el triple, tras lo que perfectamente entendía que el «nosotras» hacía referencia a nuestro color de piel. Su ejemplo es mi inspiración porque, por muy triste que sea la situación anterior, desde pequeña, nunca me ocultó la realidad que castraba y limitaba un poco nuestras vidas como mujeres negras.

La recuerdo tanta veces con su mano detrás de la nuca. Pensando, meditando en su mundo interior que sabe Dios cuán complejo era.

Una vez se me ocurre preguntarle que por qué no se afeitaba el sobaco (debajo de los brazos), a lo que ella respondía: «porque no me da la gana». Su respuesta era cortante, radical y sin argumentos explicativos, pero su tono me hacía comprender que era mejor no seguir insistiendo en mi incomprendida pregunta si no quería problemas con ella. Caigo luego en la cuenta de que era lo mejor, de que estamos acostumbradas como mujeres a dar tantas explicaciones sobre nuestras vidas, a reinventarnos como quieren las demás personas que seamos, a ceder ante las presiones de la normativa feminidad, a buscarnos en imágenes ajenas a nuestros cuerpos para tener la aceptación del resto del mundo.

A veces quisiera volver a ser la niña despreocupada y feliz, me salto la parte de llorona y peleona porque no es algo de lo que esté muy orgullosa que digamos. Pero desear volver atrás me hace querer vivir de nuevo tantas reuniones de padres a las que ella asistía, asegurándose de que todo marchaba bien y contando con que no hubiera indisciplinas mía o de mi hermana, que contarle a mi madre cuando llegara del trabajo. Ella era una madre y padre por dos. Eso lo aprendió muy bien a fuerza de sobrevivir y luchar sola con sus hijos e hijas.

Quizás por eso nunca me he creído las historias estereotípicas que les cuentan a los niños y a las niñas donde se repite el aburrido guión de una princesa que es rescatada por un príncipe, donde esta tiene que encontrar el amor verdadero para ser feliz. La suya se salía de estas líneas; tal vez por eso siempre ha sido mi modelo a seguir, porque era real y verdadera. En mi cabeza, su historia es mi favorita: la de una princesa que se salva sola.

Porque cada instante me trae de vuelta tu dulce recuerdo…


2 respuestas a “Había una vez, una princesa que se salvó sola

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